Expedición Andrómeda (Héroes de Nuevo Occidente, 1) - Capítulo 1
La mano siempre tendida, el fusil siempre cargado.
Lema de la infantería de Nuevo Occidente.
Tres semanas después de haber asesinado a Bruce, el capitán Fox
Stockton encendió un cigarrillo. Antes de aspirar el humo, lo tiró al suelo y
lo descuartizó con su ajada bota de cuero negro. El tabaco quedó esparcido
sobre las baldosas blancas del balcón como una pequeña isla arenosa en mitad de
un pálido océano.
Le recorrió un escalofrío cuando una ráfaga de aire gélido
llegó desde las montañas. Se arrebujó en su grueso abrigo del ejército y
regresó al interior de su apartamento, cerrando la puerta corredera tras de sí.
Ni siquiera dentro de casa se quitaba aquel abrigo pesado y áspero, ya que la
calefacción era un lujo que hacía tiempo que no se podía permitir. En lo más
crudo del invierno, a veces durante la noche se formaba una capa de escarcha
sobre la pantalla del televisor (un modelo antiguo, diez veces más barato que
los modernos holovisores), el cual conservaba como artículo decorativo, o como
heraldo de los tiempos en los que una hora de luz no suponía sacrificar una de
las comidas del día.
Y sobre el televisor, en un mural de corcho, el colorido
mosaico de las insignias que había recibido por sus servicios a lo largo de su
carrera. Medallas que al parecer resultaban suficientes para calmar las
conciencias de los gobernantes de Nuevo Occidente. Cuando lo expulsaron pensó
en venderlas. Pronto averiguó que no tenían mayor valor que el de una colección
de chapas de cerveza.
Se permitió colocar un pequeño tronco de abedul en la
estufa, un viejo modelo de hierro retorcido y oxidado. Prendió un par de bolas
de papel hechas con las páginas de un periódico atrasado, y cuando se aseguró
de que las llamas se habían agarrado al tronco cerró la puertecilla de la
estufa. A través de dos delgadas rendijas podía verse el infierno del interior.
En la penumbra del apartamento, la luz que se filtraba por las rejillas le daba
a la estufa aspecto de robot desequilibrado. Imaginó que su propio aspecto
debió ser algo muy similar cuando se cargó a Bruce.
Hundido en el sofá, mecido por el calor de la estufa, su
mente quiso arrastrarlo de nuevo hacia aquel episodio. Lo cargaba dentro de su
pecho desde hacía casi un mes, y en lugar de olvidarlo, tenía la impresión de
que cada vez se hacía más grande, como una noche que crece desde el fondo de un
abismo. Recordaba sobre todo la expresión de su cara, su boca abierta mostrando
una gruta de desesperación, y la expresión de incredulidad en sus ojos mientras
Fox le clavaba la navaja con la que estaba pelando una manzana arrugada.
Recordó la sangre que se filtraba a través de la navaja
hundida en su cuello como una Excalibur de cinco interdólares, y cómo se
escurría entre los dedos de Bruce derramándose a chorros sobre la camisa
floreada y el billete de lotería.
Observó atónito cómo Bruce caía de rodillas y finalmente al
suelo, quedando inmóvil. Un charco negruzco se extendió a su alrededor sobre las
tablillas del suelo, barnizándolas con su última agonía.
Fox permaneció unos segundos así, incapaz de reaccionar. Una
corriente de aire a través de la puerta del balcón le hizo reaccionar. La
cerró. Marcó el número de la policía. Una parte de él, la que procuraba
mantenerlo a salvo de sí mismo, valoró rápidamente la situación. Incluso aunque
lograse demostrar que no había sido premeditado… Porque después de todo no lo
había sido, ¿no? Un arrebato, un impulso casi inconsciente, un mal paso. Cosas
que pasan, my friend.
Antes de que se escuchara el primer tono, colgó.
Miró por encima del hombro, esperando que el cuerpo no
estuviera allí, que todo hubiera sido una mala pasada de su mente, provocada
tal vez por un intenso síndrome de abstinencia de nicotina. Pero por supuesto
allí estaba, tumbado sobre su brazo izquierdo, doblado a su espalda. Como un
mago escondiendo una carta.
Sus ojos se clavaron en el viejo armario que utilizaba para
guardar libros y papeles viejos. Lo había encontrado en el callejón por el que
se accedía a su apartamento. El señor Yun, el único que se había preocupado por
él desde que comenzara a vivir un peldaño por encima de la mendicidad (aparte
de Bruce, claro), le había dado el soplo, mientras con una mano removía
castañas y con la otra señalaba el armario que alguien había abandonado en un
rincón: “Ganga para ti, amigo”.
Sin darse tiempo para rectificar, lo colocó en el suelo y
abrió las puertas. Arrastró el cuerpo de Bruce y lo metió allí, doblándole
piernas y brazos, preñando al viejo armario con el feto de su amigo, como si algún
día el armario pudiera expulsarlo en un nuevo nacimiento.
Su destartalado coche estaba en una calle estrecha por la
que raramente pasaba nadie. Sin embargo, pensaba mientras descargaba el armario
de la carretilla y lo guardaba en el maletero, estaba seguro de que la policía
lo atraparía sin demasiados problemas. No había sido, lo que podría decirse, un
asesino pulcro y cuidadoso con los detalles. Sólo le había faltado tocar una
campana y pregonar su hazaña por las calles de Koi City, arrastrando tras de sí
su trofeo embuchado en el ajado armario.
Asesino. Esa era la palabra que bullía en su cabeza mientras
conducía. Una palabra que bien podía pertenecer a algún exótico idioma, o a
otro universo. Ese era el tipo de palabras que se veían en las páginas de
sucesos, en las secciones más truculentas del telediario. Palabras como
víctima, antecedentes, puñalada. Cosas que nada tenían que ver con él. Nada en
absoluto. Puso la radio a todo volumen y la mantuvo así el resto del trayecto,
sintiendo cómo el estruendo sacudía la gruesa tela de su abrigo del ejército.
En el bosque junto al desvío hacia Bradley Falls, Fox paró
el motor, que se silenció con un rumor borboteante, muy parecido al que había
producido Bruce mientras se sujetaba el cuello, como si haciendo eso pudiera
hacer desaparecer el palmo de acero barato que le atravesaba la tráquea.
Al salir, esto lo recordaba bien, percibió un aroma a pino mezclado
con algún tipo de producto químico. ¿Amoniaco? Con las manos heladas, más por
la culpa que por el frío, comenzó a cavar. En su mano derecha aún había restos
de sangre seca. No un par de gotas. La mano estaba embadurnada con la sangre de su amigo. En aquel momento supo que cuando
aparecieran las luces del coche patrulla entre los árboles ni siquiera se
molestaría en abrir la boca.
Mientras cavaba no se molestó en preguntarse cómo había sido
capaz de hacer algo así. Sólo cavaba. El sonido de la pala contra la tierra lo
calmaba en cierto modo. Era algo tangible que llenaba su mente. En el silencio
de la noche, los mordiscos de la pala sobre la tierra húmeda del bosque eran su
único abogado. Y mecido por su consuelo hizo un agujero mucho más profundo de
lo necesario. Dio la última palada que podía darse antes de quedar allí abajo
atrapado, como si Bruce, en una venganza póstuma, hubiera salido de su sepulcro
de madera rancia y lo hubiera enterrado a él. Fox arrastró el armario, que al
caer en el agujero tronó como el martillo de un juez.
Al regresar al apartamento había restregado con lejía el sofá
y las tablillas del suelo en el lugar en el que había caído Bruce, y todos
aquellos lugares en los que pudiera haber algún resto que lo inculpase. Impulsado
por el terror, finalmente fregó todo el apartamento a fondo. Cuando terminó
encendió un cigarro y se tendió en el sofá, esperando la visita de la policía.
Nunca se produjo.
Pero aquel oscuro secreto, maniatado en el sótano de su
pecho, hinchándose como un cadáver en su caja de madera, parecía apoderarse
poco a poco de su cuerpo y su mente. Una oscuridad que se expandía y se derramaba
como una enorme catarata negra, llenándolo todo con un agua tan profunda que
podría contener un leviatán.
En el trabajo los incidentes se habían limitado a pequeñas
“infracciones del reglamento disciplinario”. Al menos eso decía su expediente.
Excepto, claro está, el día en el que le rompió la nariz y tres costillas al capitán
Swanson. Ese episodio no tuvo nada de “infracción del reglamento
disciplinario”, que digamos. Se parecía más bien a un caso de “me habría
cargado a ese tipo si me hubieran dejado un rato más con él”.
Cuando perdió el trabajo se volvió un hombre hosco y huraño,
y comenzó a dar malas contestaciones a Jessica. Incluso a Emily.
A los pocos meses, su mujer lo invitó a marcharse de casa.
—Hasta que papá se ponga bueno, ¿a que sí? —había dicho
Emily.
A Fox se le helaba la sangre cada vez que lo recordaba.
Tras el asesinato se retrajo aún más sobre sí mismo,
retirándose a las bodegas de su interior para achicar aquel agua oscura que
inundaba cada pliegue de su cuerpo en un vano intento por evitar la aparición
del leviatán. Había perdido el contacto con el mundo exterior. Ni siquiera
sabía a qué se debían los disparos que de vez en cuando se escuchaban ahí
fuera. Pero la verdad era que no le importaba demasiado. Tan sólo seguir
achicando, una cubeta después de otra. El problema, claro, era que por cada
cubeta que achicaba, dos más parecían derramarse, trayendo un agua más oscura y
ponzoñosa que la anterior.
El eco de un disparo lo devolvió a la realidad. Poco después
fue seguido de una breve ráfaga, seca y tajante como una sentencia. Se levantó
para avivar el fuego que ya comenzaba a languidecer y miró el viejo reloj de
pared que sujetaba una fotografía de Emily del día de su quinto cumpleaños. En
la imagen sujetaba un cucurucho con una bola enorme de chocolate, y se había
manchado la nariz y el vestido. Recordó haberla regañado aquel día, aunque no
demasiado.
—¿Y cómo quieres que no me manche? —había contestado ella
mirándolo como si fuera estúpido— No soy maga.
El día que Fox se fue de casa, mientras veía a Emily por el
retrovisor llorando y pataleando, con su madre sujetándola para que no saliera
corriendo detrás del coche, se sintió culpable por haberla regañado por aquella
estupidez, y pensó que en aquel momento daría todo lo que le quedaba para poder
dar a su hija cientos de helados y que se embadurnara todo lo que quisiera.
Tenía los dedos de los pies tan fríos que tuvo que moverlos
un par de veces para asegurarse de que seguían allí. Preparó café. Al sentarse,
la rodilla izquierda le envió un fogonazo de dolor, agudo y deslumbrante como
un relámpago.
Lanzó la taza (una en la que el rótulo “Pizzería Stefano’s. ¡Siempre en su punto!” rodeaba una pizza en la que faltaba una porción) contra el rincón en el que se encontraba la estufa. Al hacerse pedazos contra la pared apareció una mancha oscura y el olor a café invadió el apartamento, como si de algún modo la taza hubiera sido suficiente para contenerlo.
Hundido en el sofá de fieltro mil veces parcheado, el mismo en el que había terminado con la vida de su amigo con la facilidad con la que un momento antes había pelado aquella manzana agusanada, decidió que ya era suficiente. Empezaría por enterarse del motivo de los disturbios en las calles, los disparos y demás. Estar al día como una persona normal. Levantó uno de los cojines de fieltro del sofá y examinó el interior del sobre que allí guardaba. El sobre era blanco, pero entre los goterones de aceite y el manoseo continuado (a veces esperaba que por comprobar una vez más el contenido mágicamente fueran a aparecer otros diez interdólares de la nada), había adquirido un tono amarillento y una textura crujiente. Allí estaban los mismos cuarenta y tres interdólares que había cuando lo comprobó la noche anterior, bajo la luz de la vela del mismo color que el sobre, como si de tanto alumbrarlo se le hubiera contagiado. Metió dos dedos inseguros y pescó los tres billetes de un interdólar. Estaban arrugados y parecían temblar cuando los sacó a la superficie, aunque por supuesto, eran sus dedos los que temblaban.
Este es el primer capítulo de Expedición Andrómeda (Héroes de Nuevo Occidente, 1)
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